11 de Enero 2009*. Domingo de la Octava de la Epifanía

El Bautismo de Cristo. Iglesia de la Anunciación
Obra de Martínez Montañés. Foto: Rafael Márquez

Solamente a finales del siglo IV la Iglesia Católica decidió celebrar por separado el día de la Navidad y el día del bautismo de Cristo, principalmente para contrarrestar la participación de los cristianos en otras ceremonias solsticiales. En aquella época se creía erróneamente que el solsticio caía el día 25 de diciembre. La Iglesia decidió unirse a sus "enemigos" e hizo propios los rituales, dándoles un significado cristiano. Durante muchos años, sin embargo, coexistieron ambas celebraciones. El mismo San Agustín, muerto en el año 430, todavía insistía a sus contemporáneos para que el 25 de diciembre celebraran el nacimiento de Cristo y no el del Sol.

Nuestro Señor se sometió voluntariamente al Bautismo de S. Juan, destinado a los pecadores, para "cumplir toda justicia" (Mt 3,15). Este gesto de Jesús es una manifestación de su "anonadamiento" (Flp 2,7). El Espíritu que se cernía sobre las aguas de la primera creación desciende entonces sobre Cristo, como preludio de la nueva creación, y el Padre manifiesta a Jesús como su "Hijo amado" (Mt 3,16-17).

    Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto

Evangelio Mc. 1, 7-11:
Juan proclamaba este mensaje: «Detrás de mí viene uno con más poder que yo. Yo no soy digno de desatar la correa de sus sandalias, aunque fuera arrodillándome ante él.» Yo los he bautizado con agua, pero él los bautizará en el Espíritu Santo.»
En aquellos días Jesús vino de Nazaret, pueblo de Galilea, y se hizo bautizar por Juan en el río Jordán. Al momento de salir del agua, Jesús vio los Cielos abiertos: el Espíritu bajaba sobre él como lo hace la paloma, mientras se escuchaban estas palabras del Cielo: «Tú eres mi Hijo, el Amado, mi Elegido

El Bautismo de Cristo. Iglesia de San Andrés. Sevilla
Altar de la Inmaculada. Foto: Rafael Márquez

En las fotos adjuntas podemos apreciar un detalle del altorrelieve central del magnífico retablo situado en el muro de la epístola de la nave central de la iglesia de la Anunciación. Procede de del convento sevillano de Santa María del Socorro y está dedicado a San Juan Bautista. La arquitectura y los relieves son obra de Martínez Montañés y las pinturas de Juan de Uceda. Concertado en 1610, su ejecución se realizó en dos etapas, la primera en fechas cercanas a su contratación y la segunda entre 1618 y 1620.

    Hic est Filius meus dilectus, in quo complacuit Mihi

El Bautismo de Cristo. Iglesia de San Gonzalo. Sevilla
Foto: Rafael Márquez

En el espacio de tres semanas se ha celebrado la progresiva manifestación de Jesucristo, desde los pastores de Belén hasta los magos de la Epifanía. Dios continúa mostrándonos su plan de salvación para toda la humanidad. Navidad y Epifanía dan paso a un largo Espacio de tiempo, cuya característica dominante es el silencio. Jesús pasa muchos años en el anonimato de Nazaret.

Un tiempo en que madura físicamente pero también intelectual, y espiritualmente. El Mesías, el Salvador tan gozosamente acogido en su nacimiento y tan reverencialmente reconocido en la epifanía, se encarna en la rutina del quehacer diario, en la intimidad familial; en la vida y actividad de un pueblo, en la oración cotidiana. Es decir; unos años aparentemente sin trascendencia, pero que representan la toma de conciencia, cada vez más explícita, de la misión que debe llevar a cabo.

El comienzo de su predicación no es fruto de una ilusión o de un arranque momentáneo. Más bien, es el final de una maduración espiritual para ver con claridad cuál es la misión que debe desempeñar. En el bautismo del Señor; Dios confirma que la decisión tomada por Jesús corresponde a sus designios, que encaja perfectamente con lo que esperaba de El. La presencia del Espíritu es otra forma de reflejar que el proyecto de Dios sobre Jesús lo está asumiendo de una manera exquisita. Sujetándose como cualquier otro hombre al bautismo del agua en el Jordán. Jesús nos abre el camino y el sentido de la trascendencia de las cosas sencillas. Más aún, Dios muestra su complacencia en la validez de los gestos humanos como expresión del cumplimiento de su voluntad. La misión encomendada por Dios a Jesucristo se inicia con una actitud básica de obediencia de sumisión al Padre.

  [ Pintura del Bautismo de Cristo en la Iglesia de San Andrés

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